Robinson Crusoe

Daniel Defoe

Este clásico de la literatura fue escrito por Daniel Foe mejor conocido como Daniel Defoe, nacido en Londres en el año 1659, quien en vida fuera escritor, periodista y panfletista; fue conocido universalmente por escribir este libro en el año 1719 y por haber aportado la primera novela inglesa, con lo cual recibiría el nombre de «Padre de todos los novelistas».

El primer título de esta obra, extenso por cierto, es una breve descripción del contenido del libro.

 

La vida e increíbles aventuras de Robinson Crusoe, de York, marinero, quien vivió veintiocho años completamente solo en una isla deshabitada en las costas de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco; habiendo sido arrastrado a la orilla tras un naufragio, en el cual todos los hombres murieron menos él. Con una explicación de cómo al final fue insólitamente liberado por piratas. Escrito por él mismo.

Bueno, cierto es que este título ha sido llevado, como sus otros compañeros clásicos, a la pantalla chica a través de series televisivas y al cine; sin embargo;  es difícil que la esencia del libro permanezca fiel cuando aborda temáticas «religiosas» que podrían «ofender» al televidente. Y es que en Robinson Crusoe el autor plasma sus creencias religiosas, siendo él un moralista puritano.

La obra tiene destacados hechos en los que se puede apreciar la providencia divina, que aborda de una forma precisa y reveladora, además de otras observaciones de críticos de la novela que ven un ejemplo del colonialismo inglés y un modelo económico que ilustra la teoría de la producción y la elección en ausencia de comercio; se dice también que Los Viajes de Gulliver de Jonathan Swift son una parodia a la obra de Defoe. Sin lugar a dudas un imperdible para aquellos que gustan de lecturas sencillas pero profundas para motivar la reflexión.

El lector debe disculpar la cantidad de citas que he elegido, pero creo cada una aporta una potente idea espiritual.

Mis citas favoritas

Ahora empezaba a comprender las palabras mencionadas anteriormente, invócame y te liberaré, en un
sentido diferente al que lo había hecho antes, porque entonces no tenía la menor idea de nada que pudiese
llamarse salvación, si no era de la condición de cautiverio en la que me encontraba; pues, si bien estaba
libre en este lugar, la isla era una verdadera prisión para mí, en el peor sentido. Más ahora había aprendido
a ver las cosas de otro modo. Ahora miraba hacia mi pasado con tanto horror y mis pecados me parecían
tan terribles, que mi alma no le pedía a Dios otra cosa que no fuera la liberación del peso de la culpa que
me quitaba el sosiego. En cuanto a mi vida solitaria, ya no me parecía nada; ya no rogaba a Dios que me
liberara de ella, ni siquiera pensaba en ello, pues no era tan importante como esto. Y añado lo siguiente
para sugerir a quien lo lea que cuando se llega a entender el verdadero sentido de las cosas, el perdón por
los pecados es una bendición mayor que la liberación de las aflicciones. 

Le agradecí que hubiese compensado las deficiencias de mi soledad y mi necesidad de compañía humana con su presencia y la comunicación de su gracia que me asistía, me reconfortaba y me alentaba a confiar en su providencia aquí en la tierra y aguardar por su eterna presencia después de la muerte. Ahora empezaba a darme cuenta de cuánto más feliz era esta vida, con todas sus miserias, que la existencia sórdida, maldita y abominable que había llevado en el pasado. Habían cambiado mis penas y mis alegrías, mis deseos se habían alterado, mis afectos tenían otro sentido, mis deleites eran completamente distintos de como eran a mi llegada a esta isla y durante los últimos dos años. 

En pocas palabras, después de una justa reflexión, comprendí que la naturaleza y la experiencia me habían enseñado que todas las cosas buenas de este mundo lo son en la medida en que podemos hacer uso de ellas o regalárselas a alguien y que disfrutamos solo de aquello que podemos utilizar; el resto no nos sirve para nada.

Ahora mi vida era mucho más tranquila que al principio y me sentía mucho mejor, física y espiritualmente. A menudo, cuando me sentaba a comer, me sentía agradecido y admirado por la divina Providencia que me había puesto una mesa en medio del desierto. Aprendí a ver el lado bueno de mi situación y a ignorar el malo y a valorar más lo que podía disfrutar que lo que me hacía falta. Esta actitud me proporcionó un secreto bienestar, que no puedo explicar. Pongo esto aquí, pensando en las personas inconformes, que no son capaces de disfrutar felizmente lo que Dios les ha dado porque ambicionan precisamente aquello que les ha sido negado y me parece que toda nuestra infelicidad, por lo que no tenemos, proviene de nuestra falta de agradecimiento por lo que tenemos. 

Vivía, de este modo, cómodamente; mi espíritu estaba tranquilo y enteramente conforme con la voluntad de Dios y los designios de la Providencia. Por lo tanto, mi vida era mucho más placentera que la vida en sociedad, pues, cuando me lamentaba de no tener con quien conversar, me preguntaba si no era mejor conversar con mis pensamientos y, si puede decirse, con Dios, mediante la oración, que disfrutar de los mayores deleites que podía ofrecer la sociedad.

Nunca sabemos ponderar el verdadero estado de nuestra situación hasta que vemos cómo puede empeorar, ni sabemos valorar aquello que tenemos hasta que lo perdemos. 

Estas vicisitudes de la vida humana, que después me provocaron curiosas reflexiones, una vez me hube repuesto de la sorpresa inicial, me llevaron a considerar que esto era lo que la infinitamente sabia y bondadosa Providencia divina había deparado para mí. Como no podía prever los fines que perseguía su divina sabiduría, no debía disputar sus decretos, puesto que Él era mi Creador y tenía el derecho irrevocable de hacer conmigo según su voluntad. Yo era una criatura que lo había ofendido y, por lo tanto, podía condenarme al castigo que le pareciera adecuado y a mí me correspondía someterme a su cólera porque había pecado contra Él.

Pensé que si Dios, que era justo y omnipotente, había considerado correcto castigarme y afligirme, también podía salvarme y, si esto no le parecía justo, mi deber era acatar completamente su voluntad. Por otro lado, también era mi deber tener fe en Él, rezarle y esperar con calma los dictados y órdenes de su Providencia cada día.

"Estas y muchas otras reflexiones similares me llevaron a regirme por una norma: obedecer la llamada interior o la inspiración secreta de hacer algo o de seguir algún camino cada vez que la sintiera, aunque no tuviera razón alguna para hacerlo, salvo la sensación o la presión de ese presentimiento sobre mi espíritu."
Robinson crusoe

Evidencia Final

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